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17 de noviembre de 2007

Fri ri fil

Me levanto y voy por otro vaso de refresco. No sé si es el cuarto o el quinto, perdí la cuenta, ya oriné una vez y todavía me siento completamente hinchado. ¿Cuántos vasos tendré que tomarme? Los suficientes. ¿Me habré tomado ya los suficientes? Saco cuentas. Una botella de dos litros cuesta algo más de tres mil bolívares, el vaso me costó tres mil y debe tener unos trescientos mililitros, es decir, me tengo que tomar poco más de diez vasos de refrescos para que el ri fil comience a ser realmente fri. Ella me dijo que estaría aquí alrededor de las 5:30, ya son las 6:05. Intento llamarla pero el celular me dice que no puede ser contactada. ¿Me dejó embarcado? Tal vez. ¿Cuántos vasos de refresco debo esperarla? Me faltan cuatro o cinco para que comience el fri ri fil. No puedo beber tanto refresco. Nadie puede. Bueno, no seamos tan absolutos, todo absolutismo debería estar muerto y enterrado, al igual que todo totalitarismo. Pero la amenaza totalitaria está aquí y nos acecha cada vez más. No, no quiero desviarme de tema, no quiero pensar en política, los venezolanos solo queremos pensar y hablar e insultarnos todo el tiempo por la política. Volviendo a mi lucha contra el absolutismo, muy pocos deben poder beber tanto refresco. Por cada persona a la que el ri fil le sale realmente fri debe haber por lo menos veinte o treinta que pagaron por una cantidad de refresco que no bebieron, sin importar cuántos ri fil hayan hecho. Y yo no estoy aquí por el fri ri fil. Ella fue la que me dijo, tenemos que reunirnos, tenemos que hablar. No tiene sentido que me dejara embarcado. Una cola. Caracas se explica con una cola, los caraqueños nos explicamos con una cola, decimos perdón por llegar tarde, me agarró una cola, y ya, no hace falta más nada, explicación completa. Pero si sabía que podía agarrar una cola por qué no puso otra hora u otro lugar. Ella fue la que fijó la hora, también el lugar. Me extrañó el lugar. ¿Quién se cita en Burger King? Quizás sabía que iba a llegar tarde, que no lograría llegar a la hora fijada, que puso una hora imposible, y quiso darme al menos el fri ri fil. Termino otro vaso de refresco y me paro para ir a servirme de nuevo. Son cinco o seis y todavía no son fri. Pronto tendré que orinar de nuevo. Pronto tendré que lanzarme un eructo. Estoy hasta aquí de refresco. En la calle el policía de tránsito detiene un vehículo. Recuerdo que esta semana comenzó en parte de la ciudad el Plan Pico y Placa: los vehículos no pueden circular a ciertas horas del día de acuerdo al número de placa. Estamos a esa cierta hora del día y ese vehículo tiene el número de placa indicado. Literalmente, le salió su número. Ciudad de guetos, el Pico y Placa se aplica en ciertas partes de la ciudad y en otras no. Como las marchas, van a ciertas partes de la ciudad y a otras no pueden ir. O como cualquiera de nosotros, que no nos atrevemos a salir a ciertas horas del día, cierra el pico y dame la placa y todo lo que tengas. Tal vez a ella la pararon, el Pico y Placa la tomó por sorpresa y la tienen retenida hasta que termine la cierta hora del día. Me asomo e intento ver al conductor del carro detenido. No es ella. Levantarme me cuesta, siento un cambio en la estructura de mi cuerpo. Ya no soy noventa por ciento agua, soy noventa y dos por ciento agua carbonada y tres por ciento azúcar. No puedo beber más refresco. Voy a esperarla sólo hasta que el ri fil sea realmente fri. No tiene sentido proponerme semejante cosa. No sé si tiene sentido por obligarme a beber semejante cantidad de refresco o por la espera. No va a venir. No me llama, su celular sigue fuera de cobertura, ya tiene una hora de retraso y ella era la interesada. Necesito que me des un consejo, me dijo, sobre un negocio que pienso hacer. No soy bueno en los negocios, pero aquí estoy, tratando de que tres mil bolívares valgan realmente un fri ri fil. Soy pichirre y eso me hace parecer bueno en los negocios. Eso es lo único que podría decirle: no soy bueno en los negocios. Pero la sigo esperando, seis o siete vasos de refresco después la sigo esperando, la he esperado desde siempre, que nada ha cambiado, bueno, ella de repente cambió, yo no. Yo soy el mismo, el mismo que la conoció en la universidad, el mismo que pasó desapercibido no en sus afectos pero sí en sus pasiones, el mismo que creyó que hacerse indispensable era una vía para hacerse amar. No hace falta decir que mi estrategia no funcionó, aunque mejor lo digo. Mi estrategia no funcionó. El camino a ella no se construía paso a paso, día a día, es más, no se construía, se destruía, por explosión, por alto impacto, un tipo ahí llegó y ella se enamoró tan de pronto, tan de inmediato, tan profundo y tan para siempre que hasta me sentí ridículo y no me quedó más remedio que alejarme, que marcar distancias. Lo extraño es que ella no supo o no pudo aceptarlo. No aceptó mi distancia, mi silencio, y siempre intenta acercarme, traerme de vuelta, no de la forma como yo quisiera pero de vuelta, incluso con excusas tan tontas como darle consejos sobre un negocio. Me estoy orinando. Voy al baño. De vuelta me sirvo otro vaso de refresco. Ya debo estar cerca del fri ri fil. Pero no sé si logre llegar. ¿Cuánto se ha tardado? Casi hora y media. ¿Vendrá, no vendrá? ¿Me voy, no me voy? No sé qué hacer. Los venezolanos acabamos con la precisión del tiempo. Que si te invitan a las ocho es para que llegues a las nueve o a las nueve y media o a las diez y eso no importa si eres el invitado, pero si eres el anfitrión en algún momento enfrentarás la cruel incertidumbre de no saber si tu fiesta todavía no ha empezado o simplemente resultó un fracaso. Y yo ya no sé cuánto debo esperar. La he esperado toda la vida y si me levanto porque ya la esperé suficiente es muy probable que cuando llegue se ofenderá porque casi no la esperé ¿Me tomé ya el refresco o me distraje y no lo serví? No sabría decirlo. Vuelvo a la máquina y me sirvo otra vez. ¿Nueve? ¿Diez? Esto es absurdo. Me he vuelto un tipo absurdo. Hasta compré dos revistas, Dinero y Gerente, para tratar de informarme y tener algo que agregar en nuestra conversación después del no soy bueno en los negocios. No soy bueno en los negocios, sin embargo he estado leyendo. La verdad, las compré y no las leí. No me interesan los negocios, no me interesa aprender sobre los negocios. Bueno, puedo decirle algo que aprendí en esta espera. Buen negocio es vender un vaso de refresco casi al precio de una botella de dos litros y ofrecer fri ri fil como la gran cosota. Le diré monta un fri ri fil. Será un buen consejo. ¿Y ningún consejo para mí? Quisiera ser otra persona para poder juzgarme con la claridad y precisión con que uno suele juzgar la vida de los demás. ¿Qué me respondería siendo otra persona si me pregunto si tengo que irme o debo quedarme? Vete, me diría, vete de una vez y para siempre, vete porque debiste haberte ido para siempre hace años. Pero cada vez que ella me busca mi caja de Pandora llega al final. Como un tonto me emociono y cambio planes y rutinas e incluso personas, porque alguna que otra vez he dejado relaciones incipientes tan sólo por una de sus llamadas, por una de sus citas, por uno de sus encuentros. Y no importa cuán desencantado haya quedado del encuentro, la esperanza tiene bien ganada su posición en la caja y se niega a morir por más pequeña que sea la migaja que la alimenta, atormentándome y dejando como único resultado toda esta soledad. Estoy realmente solo. Tengo dos horas sentado bebiendo refresco como un tonto y nadie ha llamado, nadie me pregunta por qué no he llegado a casa. Nadie lo pregunta porque no hay nadie para preguntar. Ella no es la culpable, el culpable soy yo, culpable de hacerme esperanzas una y otra vez con cada una de sus llamadas, cada cierto tiempo me llama y de inmediato construyo toda una historia donde al fin veo correspondidos mis sentimientos. Vete, vete, me digo otra vez mientras me sirvo el nuevo vaso de refresco. ¿Llegué a diez? Hace tiempo que perdí la cuenta. Estoy seguro de que el refresco que me acabo de servir todavía no es fri pero ya no puedo tomar más. He sido derrotado. No pude ganarle al sistema. No llegué a la parte fri del ri fil, no puedo ni siquiera probar el refresco que tengo en el vaso, el solo hecho de pensar en el refresco me repugna. Dejo el vaso sobre la rejilla de la máquina y camino hacia la puerta del local. Ya no tengo nada que hacer en Burger King. Vuelvo a llamarla. Esta vez al menos el teléfono repica, pero repica hasta que se activa la contestadora, hola, no puedo atenderte, deja tu mensaje. No dejo mensaje. No tengo mensaje que dejar, no hago nada dejando mensaje, sólo quiero saber si viene, si está viniendo, si continúo esperando o puedo irme. No puedo continuar esperando, al menos no en Burger King, claro que puedo irme, al menos del Burger King. Me voy. Salgo del local y camino hacia la parada del Metrobús. Camino con lentitud. Estoy completamente empachado. Podría ordeñarme refresco. No creo que pueda llegar a la parada. Tengo que caminar de Sur a Norte y en este lado del Guaire eso siempre se hace en subida aunque no parezca. El casi fri ri fil en mi cuerpo pone en evidencia toda la pendiente de la calle. Cada paso me cuesta más. Siento una puntada en el hígado. ¿Será el hígado o será un riñón? ¿El hígado queda del lado derecho o del izquierdo? La puntada es del lado derecho y me duele tanto que ya no puedo caminar. Me detengo a mitad de camino, no entre el local y la parada sino entre el punto Sur y el Norte porque en algún momento tengo que caminar hacia el Este. Intento resolver mi pesadez con un eructo. Y después con un segundo. Y un tercero. Detengo el cuarto, siempre hay que mantener cierta compostura, incluso después de haber hecho el ridículo esperando durante diez vasos de refresco a alguien a quien no debí ni siquiera aceptarle la cita. Vuelvo a caminar pero me detiene el sonido del celular. Es ella. Trato de sentarme encima de mi caja de Pandora. Pero igual se abre. Luis, estoy en el Burger King, me retrasé un poco, me perdonas, ¿verdad? Claro que la perdono, no tengo nada que perdonarle. Claro que te perdono, no tengo nada que perdonarte, tranquila. ¿Qué hago, te espero aquí mismo o trato de ir a donde estás? Espérame ahí, tardo como... Lo pienso bien. Quince minutos, le digo y cuelgo. Ahora la puntada es del lado izquierdo y se mueve de un lado a otro revolviéndome el estómago y me sube por el esófago y siento que mi garganta y mi boca se llenan de refresco y de rabia mal digeridos. No logro vomitar y termino tragándome el regurgitar de la absurda relación que tenemos y de la aún más absurda relación que sueño que tengamos. Respiro profundo tratando de quitarme el mal sabor de boca. Tengo los ojos vidriosos, no sé si a consecuencia de la reacción de mi cuerpo a tanto refresco o por la lástima que me tengo en estos momentos. Veo hacia el Sur, veo hacia el Norte. Dudo. La llamo. Sí, Luisito, dime. Pide un refresco, aprovecha que tienen fri ri fil. Cuelgo y sigo mi camino hacia la parada del Metrobús.

2 comentarios:

araya dijo...

jejeje el amor y los fast food, dos entidades traicioneras-
gran post luis!

Luis Alejandro Ordóñez dijo...

Gracias Araya, qué bueno que lo hayas disfrutado. Muchos saludos