En mi humilde opinión, La República de Platón es la narración del gran rodeo que tuvo que dar Sócrates para no tener que enfrentar el argumento que Trasímaco puso como un saco de bolas criollas frente al filósofo: que la justicia es lo que le conviene al más fuerte que sea la justicia. Dos mil quinientos años no han pasado en vano y hemos logrado hacer lo que hace Sócrates en el resto de los diez libros de La República: diseñar con más o menos éxito, con más o menos duración, con más o menos pericia, sistemas de gobierno donde la definición de justicia no dependa de la conveniencia del más fuerte.
Pero el legado de Trasímaco sigue estando intacto y es haber servido para mostrar lo difícil que es desmontar los conceptos tautológicos en política: las ideas que se contienen a sí mismas y se demuestran en esa inherencia.
La tautología más dura, más persistente es la del pueblo. Todo el mundo invoca al pueblo, sabe lo que siente y necesita el pueblo, representa al pueblo, interpreta al pueblo y se solidariza con el pueblo, sabiendo exactamente, concretamente, lo que es el pueblo y quiénes forman parte de él, cuando el concepto pueblo sólo puede ser una abstración.
Y donde más fuerte se muestra la tautología es justo en momentos donde más cuidadosos deberíamos ser con nuestras palabras y con nuestras certezas. Mientras más dividida la población de un país está, más interpretes del pueblo habrá, más seguros estarán quienes invocan al pueblo de a cuál parte de la población están excluyendo con sus palabras.
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