Sentado en el banco de siempre, un hombre se acercó a mí y dijo: Sin duda, usted es Andrés Duarte. No encontré ningún recuerdo de quien me reconoció a simple vista. Respondí, esperando no una llave para abrir algún misterioso cuarto del cerebro, sino una explicación. Y para ello, bastó un nombre: Sofía.
Nos amamos dispuestos a dejar un poco de alma en cada beso hasta quedar completamente vacíos. Aun así, nos separamos; yo, deseoso de arrancar los secretos que la Tierra todavía guardaba para sí; ella, obligada a dejar atrás los planes que compartíamos para encargarse del padre y los hermanos tras la muerte de su mamá. No supe olvidarla, cada momento de mi vida estuvo marcado por aquel en que decidí marcharme hipnotizado por sueños que no sé si cumplí, y mi devoción por ella aumentaba en la medida que el tiempo y el silencio hacían más inútil el volver. Ella sentía la misma devoción, dijo el hombre, y por eso, a pesar de los años, pude ver en sus ojos la pasión de la que tanto escuché hablar.
El de él y Sofía fue un amor distinto, construido por el siempre estar presente, en medio de la lentitud de movimientos que poseen aquellos que saben cuál es y será su hogar. Pasaban horas y horas hablando de lugares a donde jamás viajaron, impedidos, al principio, por la enfermedad de algún hermano de Sofía, luego, por los hijos. Reconocí en varios de esos lugares antiguas conversaciones; él ahora conocía detalles de los mismos que la imaginación no puede llenar, en su póstumo homenaje a su amada, a nuestra amada.
Y ahí estábamos, dos extraños hablando de sus vidas con la única persona que los unía, la única que ambos amaron. Cada uno conociendo la parte de Sofía a la que renunciaron, por las circunstancias, por las decisiones que tomaron, dispuestos después de tantos años a completar el retrato. Hablábamos ansiosos de brindar el más mínimo detalle, prestando particular atención a los tonos de voz, las reacciones, los silencios, los parpadeos, las miradas, la forma de mover los dedos, la distancia entre los labios, como si fueran los gestos de Sofía los que estuviéramos presenciando. Ambos vivíamos ese momento por y para Sofía, una Sofía tan real, tan vívida que pronto olvidé que estaba muerta. Deseaba que estuviera frente a mí, él deseaba lo mismo, y ambos comprendimos que era posible el milagro, que Sofía sí estaba presente, que había sido ella la que propició el encuentro para despedirse de los dos, volviendo a vivir a través de nosotros el amor que sintió por cada uno.
Fue cuando la vi, sonriéndome, existiendo solo para mí tal cual la había conocido hace tanto tiempo. Con los dedos toqué sus mejillas, ella hizo lo mismo. Suavemente nuestros rostros se acercaron hasta que los labios no dejaron escapar el más mínimo pensamiento, en un beso largo, dulce y hermoso, un beso lleno del sabor que tanto extrañé, un beso que me había guardado cincuenta años. Y Sofía lo supo, volvió a sonreír y se desvaneció.
Mis dedos se despertaron heridos por la barba tantas veces segada. En sus ojos encontré la misma expresión de agradecimiento que sentía en los míos. Sabíamos que cualquier palabra que dijéramos, cualquier intento de explicar algo que de todos modos no comprenderíamos, solo serviría para correr el riesgo de perder a Sofía de nuevo, tal vez para siempre. Nos levantamos dándonos la espalda y nos alejamos sin voltear jamás, seguros de vernos al terminar la poca vida que aún nos queda por consumir, en el sitio donde Sofía fije el encuentro.
Play cumple cinco años
Hace 4 años.
2 comentarios:
Para agradecerlo... simplemente hermoso, un abrazo, Ruth
Muchas gracias, muchos saludos.
Publicar un comentario