Déjame contártelo desde el principio: aquel día Olivia, sus padres y yo caminábamos por Chacao de la única manera que las aceras de Chacao lo permiten: en fila india y tropezando hombros con otros transeúntes. De pronto, Eduardo, el papá de Olivia, se detuvo rompiendo en dos nuestro convoy, se agachó y con algo de dificultad por lo rugoso y cuarteado del cemento de la acera, recogió dos clips y al volverse a erguir guardó uno en su bolsillo y le dio otro a Olivia que a su vez lo metió en su cartera.
Olivia me explicó que su papá consideraba de buena suerte encontrarse clips, pero como miembro más nuevo de la familia, mi perplejidad fue enorme y se mantuvo intacta a tal punto que esto lo he contado decenas de veces. Creo que mi perplejidad se debió a que para ese momento yo era lo que se dice todo un hombre de oficina y sabía que los clips no son precisamente tréboles de cuatro hojas, todo lo contrario, en una oficina se puede estar seguro de dos cosas: uno, todos están contando los minutos para la hora de salida y dos, siempre habrá clips suficientes. Nunca había visto, por ejemplo, a alguien protestar o incomodarse por la pérdida o el robo de un clip y nadie ha alardeado por robarse uno, no así con los bolígrafos, que por más baratos y feos que sean suelen estar etiquetados con el nombre del dueño y son exhibidos como auténticos trofeos de cacería por quienes se apropiaron de ellos a pesar de las etiquetas. Si nadie tiene el mínimo cuidado, aunque sea una pequeña aprehensión por conservar un clip, cómo podría ser valioso encontrarse uno, clips sueltos debe haber por todas partes porque vivimos perdiendo clips sin preocuparnos por recuperarlos. Me imaginaba más bien a Eduardo no dándose abasto, con cajas y cajas llenas de clips de la suerte listos para ser arrojados, perdidos y olvidados de nuevo. Aquella vez, incluso sentí tener algo de razón cuando Olivia siguió contándome que esa especie de tradición familiar la había iniciado su mamá pero que Estela ahora se burlaba del celo con que los otros dos recogían y guardaban los clips.
Sin embargo, el pequeño incidente quedó en el olvido, o al menos eso creí. Un par de meses más tarde apareció en casa, justo a dos pasos de la puerta de entrada, un clip. Todavía en ese entonces vivíamos en casa de mis padres, a la espera del viaje que nos aterrizó en nuestro nuevo hogar, el primero realmente de Olivia y mío. Apenas vi el clip, recordé lo de la suerte y estuve a punto de recogerlo, pero pensé que tenía que esperar por Olivia, por si ella misma se lo encontraba, lo recogía y quien sabe si hasta me lo obsequiaba. Pero no lo vio. Le pasó por encima dos o tres veces, creo que hasta lo pisó, y no sólo ella, también mi papá, mi mamá y la señora Zunilda (la señora que cocina y hace la limpieza) fueron incapaces de ver y recoger el clip, bien para guardarlo como amuleto, bien para botarlo como basura, bien para usarlo de nuevo, que el clip lucía en perfectas condiciones. Ahí fue cuando reparé en la suerte que tenía yo, el único de cinco personas que había sido capaz de ver el clip aparecido tan de la nada en el suelo a dos pasos de la puerta de entrada de la casa. Lo recogí y lo guarde en el bolsillo.
Desde entonces no falta un clip en mi bolsillo, que sólo sustituyo cuando encuentro una historia. En serio, míralo, sostenlo si quieres. Pero te hablaré de eso dentro de un momento, primero tengo que decir que por mis primeros prejuicios contra objeto tan anónimo y prescindible, necesité darle un poco de peso, un poco de equipaje, y me dediqué a buscar información sobre los clips con la vaga ilusión de poner en mis bolsillos algo más que un alambrito doblado.
Para mi sorpresa, descubrí que la de Olivia no es la única familia excéntrica que le otorga al clip atributos de buena suerte, existe una comunidad de personas que lo piensan y se agrupan en el Club del Clip, donde declaran que cuando alguien se tropieza por casualidad con un clip se carga de fuerza y energía, viendo en el clip un símbolo de vida y azar. También descubrí que durante la ocupación de Noruega por parte de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, el clip fue sinónimo de resistencia. Prohibidos los botones con las insignias del rey Hakon VII, los noruegos salían a la calle con clips en sus solapas y puños, a tal punto que aquel simple acto terminó valiendo el arresto. Semejante historia les ganó a los noruegos el derecho a reivindicar al clip como un invento suyo. Johan Vaaler había presentado en 1899 una serie de diseños de sujetadores de papel en la oficina de patentes de Alemania, porque en Noruega no existía una, y hoy por hoy es mayoritariamente reconocido como el creador del clip, a pesar de que el Museo de la Oficina considera que sus diseños no fueron ni los primeros ni importantes. Sí, existe un Museo de la Oficina, hay curiosos para todo. El primero que introdujo una patente para algo parecido al clip fue Samuel B. Fay en 1867, pero su invento estaba concentrado en juntar telas. Diez años después, Erlman J. Wright patentó un dispositivo explícitamente diseñado para sujetar papel, mientras que la máquina para doblar el alambre y darle forma y función de clip fue inventada por William Middlebrook el mismo año que Vaaler presentó sus diseños.
Pero fue otra historia la que me dio la idea del intercambio. Kyle Mac Donald cuenta cómo cambió un clip rojo por una casa, claro, lo hizo a través de sucesivos cambios: el clip rojo por una pluma en forma de pez, la pluma por un pomo de puerta, el pomo por una cocina portátil marca Coleman, la cocina por un generador eléctrico rojo, el generador por una fiesta instantánea, la fiesta por una moto de nieve, la moto por un viaje a Yahk en British Columbia, el viaje por un camión cava, el camión por un contrato de grabación, el contrato por un año en Phoenix, Arizona, el año por una tarde con el cantante Alice Cooper, la tarde por un cristal de bola de nieve del grupo Kiss, el cristal por un papel en una película y finalmente el papel por una casa en el 503 Main Street de Kipling Saskatchewan, Canadá. Sí, es difícil de creer, quizás porque somos caraqueños y estamos demasiado abrumados por los precios de cualquier casa o apartamento. Por eso comencé a cambiar mis clips por algo más barato: historias.
En el metro o en cualquier carrito, me siento junto a alguien y busco el momento propicio para sacar el clip del bolsillo. Clip en mano, le hablo de los clips en la Noruega ocupada o del Club del Clip y termino comentando los intercambios de Mac Donald. Entonces le entrego el clip como deseo de buena suerte e insisto que a cambio debe contarme algo, cualquier cosa, una anécdota propia, ajena o inventada. Un clip por tu historia, digo para insistir en el intercambio y más de una vez he obtenido maravillosas narraciones que en las noches, tras escuchar la misma fórmula, le cuento a Olivia antes de apagar las luces listos para dormir. Creo que después de tan largo preámbulo ha llegado el momento: Te cambio el clip que tienes en la mano por una historia, cualquiera, sólo cuéntala.