Chicago es una ciudad de compromisos, a juzgar por la cantidad de novias de velo y corona acompañadas de sus cortejos que uno ve por las calles y en los parques. Me dicen que es una cosa de la temporada, del verano, que todo el mundo se quiere casar mientras el clima está hermoso y magnánimo y aprovechar para tomarse las fotos de ese gran día outdoors. Así, en cualquier caminata, en cualquier paseo, uno puede de pronto ver una limosina estacionarse frente a una fuente o a una escultura y abrir sus puertas para que de ella bajen la novia vestida de blanco, incluso a veces el novio con su traje de etiqueta, la dama de honor y el cortejo que puede llegar hasta la decena de parejas. Detrás, el fotógrafo, a veces profesional, a veces aficionado, a juzgar por las diferencias en equipos. Entonces, uno se convierte en testigo casual de un momento especial y trascendente en la vida de otros, de unos extraños, que tan rápido, casi furtivamente, como llegaron, volverán a irse, como si se hubiera tratado de una especie de performance, de teatro de calle, y uno no sabe si brindar por la felicidad de la pareja, aplaudir compartiendo la emoción del momento o arrojar unos dólares premiando la actuación.
Yo, tan furtivo como ellos, saqué mi cámara al encontrarme el más bonito de todos esos matrimonios callejeros, uno en que los novios no se conformaron con la sesión de fotos afuera sino que hicieron toda la ceremonia a orillas del río Du Page.
Las fotos están un poco lejanas, porque mi cámara tiene poco zoom y tampoco es que iba a meterme en medio de la íntima ceremonia, que aunque siempre llevo la cámara en el bolsillo no tengo excesivo espíritu de paparazzo.
Play cumple cinco años
Hace 4 años.
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