Hurgando en mi computadora, me topé con estos cuatro artículos que escribí con motivo de los 400 años de la publicación del Quijote. Nunca los publiqué, y para darles la oportunidad de que alguien se tope con ellos los coloco aquí, uno tras otro.
El Quijote en la ciudad de cristal
Cuando Quinn, personaje principal de La ciudad de cristal, se encuentra con Paul Auster, ambos conversan sobre el trabajo que el segundo está realizando en ese momento: un ensayo sobre el Quijote, específicamente sobre la autoría del libro. Incrédulo, Quinn pregunta si hay alguna duda al respecto, a lo que Auster contesta que no, él se refiere a quién era Cide Hamete Benengeli, autor del texto en árabe del cual Cervantes dice ser sólo el editor: En Don Quijote, tratándose de un alegato contra los peligros de confundir fantasía y realidad, se hace un notable y permanente esfuerzo por asentar que el relato es completamente cierto, que lo narrado es una crónica ajustada fidedignamente a lo sucedido en la realidad. Así, el narrador se convierte en testigo presencial de las aventuras del Quijote, por lo que Auster concluye que el único que pudo haber sido Cide Hamete Benengeli es el mismísimo Sancho Panza.
Auster argumenta que Sancho Panza, si bien no sabía leer ni escribir, era un narrador excepcional, con un don de palabra que ya quisiéramos muchos, por lo que no es difícil imaginarlo dictándole las aventuras del Quijote a algún escriba, seguramente al Bachiller Sansón Carrasco. Luego, Carrasco traduciría al árabe el libro, que de alguna manera llegó a las manos de Cervantes. Así, el libro habría sido el último e ingenioso intento de Carrasco, el Cura y el Barbero por salvar de la locura a su amigo Alonso Quijano, quien al leer su propia historia sería capaz de reconocer la confusión en que había estado viviendo.
Lo interesante de la explicación de Auster a Quinn no es el argumento, sino que La ciudad de cristal tiene esa misma estructura. La ciudad de cristal es la primera parte de La trilogía de Nueva York, libro que colocaría a Paul Auster como uno de los escritores más importantes de la literatura estadounidense contemporánea. En esta primera parte, Paul Auster no se presenta como el escritor del libro sino como uno de sus personajes, de hecho, la historia comienza porque alguien confunde a Quinn con Paul Auster, detective privado, y el encuentro antes señalado se da gracias a que Quinn buscaba al detective privado Auster. Incluso, Auster reconoce a Quinn, quien es escritor, pero Quinn no tiene idea de que Auster es un autor publicado. En La ciudad de cristal asistimos al destino trágico de Quinn, narrado gracias a la trascripción de un cuaderno que el mismo Quinn llevaba, una especie de diario, agenda y notas sueltas, al que Auster tiene acceso pero debido a la culpa que siente por su posible responsabilidad en el final de Quinn, se lo entrega a otro escritor del que desconocemos su nombre y es quien le da forma de novela a lo escrito por Quinn asegurándonos, como Cervantes, que él es un simple transcriptor y aunque está seguro de la veracidad de lo que leeremos, no puede dar por descontado que en las notas de Quinn haya alguna laguna o algún dato no sujeto a la verdad.
Así, nada nos impide pensar que el autor de La ciudad de cristal escribió la vida de Quinn para hacérsela llegar a éste y así intentar que saliera del mundo de locura y autodestrucción en que había caído, como el Bachiller, el Barbero y el Cura intentaron una y otra vez con Quijano.
El error de Avellaneda
Había cierto consenso sobre la autoría del Quijote de Avellaneda, atribuida a Baltasar de Navarrete. Pero en la conmemoración de los 400 años de la publicación del Quijote, ni siquiera la apócrifa segunda parte podía escapar de la atención del mundo. Un soldado aragonés que coincidió con Cervantes en Lepanto, de nombre Jerónimo de Pasamonte, habría sido el autor del falso segundo tomo, en venganza por una burla hacia su persona que Cervantes hiciera en la primera parte. Así, los presos camino de galeras Ginés de Pasamonte y Ginesillo de Paradilla, habrían sido la ridiculización del futuro autor del Quijote de Avellaneda, quien produciría su versión de las aventuras del ingenioso hidalgo en un ajuste de cuentas literario. Cervantes habría ridiculizado a Pasamonte porque éste se atribuyó un desempeño heroico en la batalla de Lepanto que no estaba acorde con la realidad y que al manco le produjo una indignación que valía ser recordada cuatrocientos años después, y contando.
Pero más allá del autor, de sus intenciones y de la anécdota de que el Quijote haya sufrido uno de los primeros casos de piratería editorial, el legado de Alonso Fernández de Avellaneda, seudónimo con que firmaron la obra, se encuentra en la mismísima segunda parte del Quijote, la verdadera, y si Avellaneda hubiera imaginado el efecto que su venganza o travesura produciría, jamás habría escrito su tomo.
Durante la segunda parte del Quijote, éste y Sancho Panza están al tanto de la existencia de un volumen con falsas aventuras atribuidas a estos, produciendo varios de los más logrados momentos de la saga cervantina. Por ejemplo, cuando Altisidora le narra a Sancho y a Don Quijote su paso por el infierno, reseña la conversación entre dos diablos sobre las pocas luces literarias de una segunda parte escrita no por Cide Hamete sino por un aragonés que dice ser natural de Tordesillas, un libro tan malo que si el diablo se propusiera hacerlo peor no lo lograría. O aquel encuentro entre Don Quijote y Álvaro Tarfe, donde el hidalgo pregunta si se trata del mismo Álvaro Tarfe que anda impreso en la segunda parte de la historia de Don Quijote de la Mancha, dando a entender que no sólo Cervantes sino el mismísimo Don Quijote han leído el volumen de Avellaneda.
Cervantes, con habilidad y maestría de zorro, incorpora el Quijote de Avellaneda a su obra no sólo para ridiculizarlo (sin duda, ridiculizar a otros fue una de las motivaciones más importantes de toda la literatura de Cervantes) sino para convertirlo en parte del universo Quijotesco, en una más de las obras que leyó Alonso Quijano y que le produjeron su locura. Aún más allá, involuntariamente Avellaneda le permitió a Cervantes llevar hasta la perfección el juego que entre realidad y fantasía es el Quijote. Porque con esas constantes alusiones a la falsa obra, le otorga una veracidad al Quijote que de otra forma habría sido mucho más difícil de lograr. La existencia del Quijote de Avellaneda permite que Don Quijote vea en la imprenta su falsa historia y lance unas palabras con tal peso que sentimos su presencia a nuestro lado: Que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas, tanto son mejores cuanto son más verdaderas.
La salvación de Cervantes
De los finales que pudo haber tenido el Quijote, Cervantes escogió el peor de todos. Entregado a la melancolía del confinamiento en su aldea tras ser derrotado por el Caballero de la Blanca Luna, Alonso Quijano cae en cuenta de la confusión en la que había vivido, y recupera la cordura y el sentido de la realidad, justo antes de enfermarse y morir.
Y en medio de su cordura, Alonso Quijano se desdice del Quijote: exige felicitaciones porque ya no es Don Quijote de la Mancha sino Alonso Quijano, conocido como el Bueno; le pide perdón a Sancho Panza por haberle hecho creer que era un caballero andante; clama porque su arrepentimiento y su verdad le devuelva la estimación que alguna vez tuvo, dándonos a entender que cree haberla perdido debido a su encarnación del caballero andante; y en una de las cláusulas de su testamento llega al punto de pedir perdón al autor del Quijote de Avellaneda por haberlo obligado a escribir tantos disparates, en un último dejo de ironía cervantina que salva al testamento de ser uno de los más tristes documentos de la historia de la literatura; triste, porque ese documento, y no la muerte de Alonso Quijano el Bueno, es la estocada que hace perder la vida a Don Quijote.
En un ciclo que se inicia y culmina en la aldea de Alonso Quijano, Don Quijote de la Mancha comienza y termina como un alegato contra los efectos de ciertas lecturas perniciosas. Partimos de la quema de libros que realizaron el Barbero y el Cura, y llegamos a las palabras del propio Alonso: Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas del andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino. El alegato contra los libros de caballería termina en la propia voz de Benengeli, dando por terminada su narración pues anticipa que con la misma esos libros caerán en el olvido y serán aborrecidos por la gente.
A pesar de haber creado al más amado y digno de admiración de los caballeros andantes, Cervantes nunca abandonó el lugar que escogió para sí, justo al lado del Barbero y el Cura, pasándoles él mismo los libros que debían morir en la hoguera. Si Cervantes viviera entre nosotros, es muy probable que estaría dando alegatos contra el efecto nocivo de ciertos programas de televisión, de los video clips, de los cómic, de los libros que hoy por hoy su contenido es considerado contrario a la buena literatura, a las buenas costumbres o a algún proyecto político, social, cultural o religioso. Lo único que diferencia a Cervantes de todo censor y moralista de medio cuño, es que de la pluma del manco nació Don Quijote.
Y si bien Don Quijote no pudo salvarse del regreso a la cordura de Quijano, sí pudo vivir lo suficiente para salvar a su creador, Miguel De Cervantes.
La ínsula de Sancho
La mayor víctima de la locura de Alonso Quijano fue, sin duda, Sancho Panza. En sus últimas palabras al moribundo, da muestras de que al contrario de éste, el mundo creado por Don Quijote y su escudero ya son parte inseparable de la realidad de Sancho. Sancho le pide al Quijote, el único Alonso Quijano que conoce, que se levante de la cama y se marchen al campo vestidos de pastores como habían concertado, y tal vez así encuentren a Dulcinea desencantada. Además, se hace eco de la muerte que preferíamos para el Quijote, al decirle que si se está muriendo del pesar de verse caballero vencido, le eche la culpa a su escudero por haber cinchado mal a Rocinante.
El mundo quijotesco fue vivido por Alonso Quijano en medio de alucinaciones y desvaríos, pero Sancho Panza fue escudero en su libre albedrío. La pérdida de Sancho es mucho mayor que la de Quijano, él no era nadie antes de ser escudero, y si bien tiene la promesa testamentaria de recibir el pago de la deuda que el Quijote contrajo con él, sin duda Sancho hubiera preferido seguir siendo gobernador de la ínsula Barataria.
Así, el alegato que Cervantes construyó contra los efectos de ciertas lecturas, llega a su total magnitud con el resultado que esas lecturas tienen sobre Sancho Panza, que aún no sabiendo leer ni escribir, cosa que podría haberlo mantenido a resguardo, no tiene ningún mecanismo para separar fantasía de realidad.
Durante todo el libro, Sancho es una muestra de sabiduría y honorabilidad popular, pero también de cómo es presa fácil de sus emociones y de engaños a pesar de todas esas virtudes campechanas. Por ello es tan inesperado y extraordinario el resultado del gobierno de Sancho en Barataria. Si bien se trata de un gran montaje, y todos los que rodean a Sancho como gobernador de la ínsula están esperando el más pequeño desliz para hacer burlas de éste, los actos y decisiones que Sancho realiza y toma en su investidura van conquistando a los simuladores, a tal punto que la aventura concluye diciéndose que él ordenó cosas tan buenas que hasta hoy se guardan en aquel lugar y se nombran Las constituciones del gran gobernador Sancho Panza.
Excepcional es la situación donde, en una parodia del juicio salomónico, el gobernador Sancho exige que se deje pasar por el puente la parte del hombre que dice la verdad y ahorquen la parte que dice mentira, para terminar decidiendo según la misericordia pues la justicia se encuentra en duda. En todo momento, la sensación de los gobernados por Sancho es que están ante un nuevo Salomón, preguntándose si la sola posesión de un cargo puede aflorar virtudes escondidas en los hombres. Pero son las mismas virtudes que hemos visto en Sancho a lo largo de la obra, sólo que desplegadas en su nueva función y por ello convertidas en ley, por más simulacro que fuere, cobran una resonancia tal que igualan a Sancho con los más grandes reyes. Así, el mundo de confusiones entre realidad y fantasía que es el Quijote, pasa a estar en los ojos y prejuicios de los perpetradores del engaño de Barataria y, obviamente, de los lectores.
En Barataria, Cervantes, tal vez sin estar demasiado conciente de ello, hace un alegato contra la nobleza y a favor del gobierno del pueblo que sólo las risas que produce la aventura de gobierno de Sancho pudieron acallar.
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