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7 de diciembre de 2007

Nosotros

Si nos hubiéramos conocido en otro momento, en otra situación, no la habría dejado ir. Pero no era nuestro momento, nuestra situación, no había nosotros todavía, quién en estos tiempos apuesta a esa palabra, y ese momento, esa situación, eran reflejo exacto de los días que transitamos. Ella, bajo la promesa de mejorar su valor de mercado partía el mes siguiente para Australia, inglés e ingeniería de audio, dos por uno con alojamiento en casa de una prima que había emigrado años atrás, una de esas oportunidades que aunque calvas parecen lanzarnos un cabello hecho del nailon de las cañas de pescar. Yo, eterno vagabundo, gracias a una beca que me cayó de la nada tan solo estaba esperando el inicio del semestre de primavera para abandonar un demasiado cómodo para ser interesante puesto en la cancillería y mudarme a la Universidad de Virginia y su Master in Spanish, si supieran lo poco que me interesaba, y me interesa, la carrera académica.
Satélites del mundo de amistades del otro, hablando de nuestros planes fue cuando realmente nos conocimos, primero interrogándonos mutuamente para buscar similitudes y diferencias, quién sabe si reafirmaciones, después compartiéndolo todo hasta volvernos inseparables. Pero el tiempo voraz acercaba las fechas de partida y comenzamos a echar de menos nuestra incipiente intimidad, primero con frases aisladas, luego con malhumores inexplicables. Un día, al comentarle el trámite de última hora que tenía que hacer, su respuesta fue que por el amor de dios no mencionara ni Australia ni la Universidad de Virginia. Entonces comprendí toda la dimensión de lo que me estaba sucediendo, a pesar del no-futuro o tal vez por esa razón su presencia se me había hecho indispensable a un punto que el viaje se convirtió en la estupidez más grande que se me hubiera ocurrido en la vida; mas no me atreví a cuestionar el de ella. Intenté protegerme guardando las distancias, pero no lograba manejar el vacío que me invadía, anticipo terrible de la inminente separación; a su vez, estar con ella se volvió una tortura, me sentía inhibido, frenado, como si fueran un regurgitar me tragaba mis sentimientos, cada vez en tragos más amargos y más grandes. Hasta que llegó el día que me atraganté, una semana antes del primero de los viajes.
La tomé por los brazos y cuando nuestros labios casi se rozaban le dije: Si nos hubiéramos conocido en otro momento, en otra situación, no te dejaría ir. No hubo más palabras, por fin nos tocamos, nos besamos, nos sentimos. Y lo hicimos con la avidez del primer encuentro y con la desesperación del que se cree puede ser el último. Lo fue. Quizás porque nos amábamos sentimos que una segunda vez nos habría puesto frente a ese nosotros tan temido. Era mejor dejarlo todo así, hermoso, un poco idealizado, pero inocuo, inofensivo, incapaz de dañarnos, de hacernos dudar en días de tanta decisión. Para lograrlo tuvimos, cada uno por su cuenta, que renunciar a vernos otra vez.
Ella viajó primero, yo ni siquiera tuve el valor de ir a despedirla. A los días, estuve dispuesto a desperdiciar la beca y seguirla, averigüé los requisitos para viajar a Australia, pero frente a la ausencia de embajada en Venezuela el proceso de visado se hacía más lento, engorroso y quisquilloso de lo que cualquier decisión intempestiva pudiera manejar. También descarté ir de vacaciones, era un recorrido demasiado largo para quedar exactamente en el mismo punto.
En el semestre de primavera inicié mi Master in Spanish que por inercia se alargó a doctorado. Me entregué al estudio con dedicación evasiva, apenas logrando convertir su recuerdo en péndulo. Cuando ella salía de mi memoria lograba relacionarme con otras personas, incluso llegué a tener un par de amores que no supieron entender ni resistir el período de pensarla, de extrañarla, de añorarla, de caminar por el mundo como quien no pertenece a él; sin duda en esos días estaba en otro lugar, viajando por su cuerpo. Pero rindiéndole a ese destino un perverso culto no hacía nada por volver a saber de ella, por tener algún contacto, una llamada, una carta, mucho menos hice el intento de buscarla, de volver a tenerla. Tuvo que ser ella la que se atrevió.
Como un fantasma su nombre apareció en la carpeta de entrada del Outlook Express. Por fin, me decía, había logrado reunir suficiente dinero para ir de vacaciones a Venezuela, las fechas del viaje estaban escritas con la esperanza de encontrarnos de nuevo. Pero yo no podía viajar, mi tesis estaba en un momento que si la abandonaba corría el riesgo de retrasarse un tiempo que el Spanish Department no aceptaría, y por si fuera poco iba a dar clases en el verano porque mi situación económica era cualquier cosa menos holgada. De todos modos insistió en vernos, estaba obligada a pasar por el consulado australiano en Chile, sin embargo podía arreglar para que la otra parte del viaje fuera por Estados Unidos.
Y aquí estoy, esperándola en el aeropuerto de Nueva York, escala de su largo viaje Caracas-Sydney. Tenemos una noche, su conexión a Los Angeles sale mañana temprano, escogida no para hacer más largo el encuentro sino para acortar la espera en el que ella supone demasiado inhóspito aeropuerto de LA; al menos fue lo que dijo, tratando de ocultarme lo que yo sé porque lo descubrí en mí. Tengo dos habitaciones reservadas, cuidándome de que esta noche tampoco haya lugar para nosotros. El vuelo de Caracas ya aterrizó, en cualquier momento saldrá de inmigración con su permiso temporal para amarme, si todo sale bien.

***

Esta vez le dije: Si estuviéramos en otro momento, en otra situación, no te dejaría ir. En un perfecto deja vu repetimos aquel primer y último encuentro, con la misma avidez, con el mismo desespero, como si apenas hubiéramos abierto un paréntesis y ahora lo estuviéramos cerrando, o tal vez estos encuentros sean los paréntesis que hará falta poner cuando cada uno narre su vida. Pero este amor se me antoja una historia distinta, no una simple digresión, como si viviéramos tantas vidas como personas amamos el tiempo no pasó para nosotros, no hubo vivencias que nos cambiaron, no hubo lenguajes que tuviéramos que traducir, que interpretar, que nos dejaran callados mientras buscamos las palabras más adecuadas, los mismos sentimientos nos depositaron en los brazos del otro, las mismas cobardías nos separan.
Sin embargo, algo sí cambió. A fin de cuentas estamos más viejos, conocemos mejor el mundo y sabemos más de nuestras propias carencias y necesidades. Ya no le tenemos tanto miedo a la palabra nosotros. Esta vez me atrevo a insinuar que la seguiré, ella juega con la posibilidad de quedarse ilegalmente en los Estados Unidos. Nos reímos de una manera que antes no sabíamos. Y cuando hablamos seriamente aparece el futuro próximo, ella ingeniera de sonido, yo doctor en literatura hispanoamericana, ambos buscando un sitio donde poder decir que se tiene el hogar.
Al escuchar la orden de abordar nos miramos desnudando lo que en la habitación pudo haber quedado vestido, y no encontramos tristeza. Nos despedimos en un doble beso, un beso por la primera vez y otro por ésta, un beso tan largo que se funde con el de la promesa de mantenernos permanentemente en contacto hasta que nos alcance ese futuro donde quepa la palabra nosotros. Ese día le diré: Si nos hubiéramos conocido en otro momento, en otra situación, tampoco te habría dejado ir.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sigues escribiendo muy lindo Luis, un gran abrazo