Las máquinas de video de los bares tienen que tener la precisión de un reloj suizo de cantón alemán, porque deben ser lo suficientemente retadoras como para que un grupo de adultos con unos palos encima se interesan en jugar con ellas, y lo suficientemente fáciles de usar como para que un grupo de adultos con unos palos encima no se frustren al jugarlas. Así, el grupo de siete personas que estábamos pasando un buen rato en un bar estilo irlandés--aunque la verdad sea dicha, ese es un dato irrelevante, porque la casi totalidad de los bares de Chicago son estilo irlandés--, decidimos retarnos a una partida de bowling de maquinita y como si todos hubiéramos sido habitués del lugar y fans de la maquinita, strikes y spares iban y venían y el resultado de la partida se estaba decidiendo por que alguno pudo sacar el split de los pines 4-7-10 y otro no.
Pero en la simpleza del mecanismo había una complicación imperceptible para la mayoría de las personas del planeta. La máquina estaba, como casi todas las cosas de este mundo, diseñada para derechos. Uno a uno los adversarios de la partida hacían naturalmente el mismo movimiento para activar al jugador de la pantalla, imprimirle velocidad y dirección a la bola y lanzarla para derribar los pines. Hasta que esa uniformidad la rompí yo, no por excéntrico ni por rebelde, mucho menos porque estuviera seguro de que mi movimiento me garantizaría mejores resultados en la faena, simplemente fue porque soy zurdo y buscaba la otra naturalidad, la forzada, la de este lado del espejo, la que nos permite a todos los que utilizamos la mano izquierda vencer diariamente los obstáculos de un mundo hecho con una ligera inclinación que nos desequilibra, que nos hace dudar y a veces fracasar ante mecanismos tan sencillos como el del abrelatas o el de las tijeras.
Sin embargo, no fue naturalidad forzada lo que vieron mis adversarios de partida y lo celebraban con alegría, porque a pesar de que mi línea fue bastante promedio--de hecho, quedé cuarto, justo en la mitad--, había ganado el otro torneo, el del estilo, el de la coolness, como si al final el tener que adaptarnos al mundo de los derechos nos diera a los zurdos una elegancia, un desparpajo, un encanto que a los derechos, por ser mayoría, les está vedado.
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