Un escritor es tan elocuente como el lector se lo permita. Porque lo que está escrito depende de quien lo lea tanto como una marioneta depende de quien mueve los hilos. Y la mayor falta de elocuencia de un escritor proviene, por supuesto, de la no lectura. El papel con que están hechos los libros que no se leen, se obtiene de los troncos de esos árboles que se caen en el bosque sin que nadie esté presente. Las letras impresas en esas páginas se vuelven invisibles, como se volvieron para mí las palabras de Paul Auster en
Invisible, su última novela.
La que parecía una historia interesante con un Auster en su mejor forma, se me derrumbó por ese afán del escritor de torcer el rumbo de los acontecimientos en nombre de un azar tan forzado que deja de ser casualidad y se vuelve truculencia: el personaje que en el primer capítulo se enfrenta a un dilema moral que luce narrativamente prometedor, es sacado del mismo por un crimen bastante gratuito. Luego, en la segunda parte, ese personaje se nos muestra escribiendo un libro desde su lecho de muerte donde devela un secreto que hace palidecer el dilema anterior. Ya en la tercera parte, fascinado por la historia, el primer lector del libro por concluir quiere conocer el final, sólo para encontrarse con que el escritor murió apenas veinticuatro horas después de enviarle el manuscrito del capítulo II. Hasta ahí llegué, no pude más, me perdió esa desaparición forzosa de un personaje al que se le tilda de invisible porque se le quiere oculto con trucos de poca monta. Quizás sea injusto o en extremo exigente con un escritor que me ha dado muchas alegrías y que tal vez por eso haya leído demasiado. Pero lo cierto del caso es que cerré el libro sin marcapáginas adentro cuando apenas iba por la mitad.
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