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12 de septiembre de 2009

La cueva

La expedición no estaba yendo nada bien. El grupo pensaba que la Cueva Húmeda sería la puerta a insospechados descubrimientos zoológicos, botánicos y geológicos. Pero durante dos días de recorrido lo único que habíamos visto era yeso y más yeso. Claro que había estalactitas y estalagmitas produciendo hermosas formas. Pero no estábamos para disfrutarlas, queríamos especies no contactadas o formaciones endémicas. Entonces encontramos que la galería terminaba en una laguna que amenazaba con convertir a nuestra expedición y a la Cueva Húmeda en la decepción espeleológica del lustro.
Cuando terminó el análisis del agua, nadie se sorprendió con el resultado: agua corriente, alguna dureza pero nada en concentraciones que la hicieran no apta para humanos o que permitiera instalar un spa en la cueva. Llenamos las cantimploras no porque lo necesitáramos sino como un gesto de protesta y frustración y yo comencé a enfundarme el traje de buceo. La última esperanza de la expedición era que esa laguna tuviera una salida y que del otro lado hubiera algo que contar.
Me sumergí lentamente, tanteando que la cuerda de seguridad estuviera bien ajustada y que la lámpara funcionara. La laguna tenía unos quince metros de diámetro y, lo descubriría en pocos minutos, unos cuatro metros de profundidad. Recorrí palmo a palmo las paredes y cuando estaba a punto de darme por vencido, como a tres metros de profundidad vi una pequeña cavidad en la pared lateral. Tras dos pequeños tirones a la cuerda me dieron más metros y al recibirlos no pude sino imaginar la expectante alegría del equipo: la esperanza se estaba midiendo con la longitud de la cuerda. Entré en la cavidad y mi decepción no cupo en ella, no por lo grande de la decepción sino por lo pequeño de la cavidad. Apenas podía estirar las piernas y para recorrerla con la lámpara no tenía más que moverme en mi propio eje.
No había nada que buscar allí. Sin embargo, el material de las paredes de la cavidad era otro, no el del resto de la cueva sino uno casi esponjoso. Intenté romper un pedazo de las paredes para llevármelo conmigo y que pudieran analizarlo, pero cuando ya casi lograba desprenderlo, el lugar comenzó a temblar como si aquel pedazo fuera el centro de gravedad de toda la cueva.
Lleno de pánico, traté de salir de la cavidad, pero el orificio se movía arriba y abajo como si toda la tierra se estuviera sacudiendo. De pronto, las paredes comenzaron a ceder debajo de mí y la cavidad comenzó a vaciarse de agua. En segundos ya no hubo nada que me sostuviera y caí al vacío un par de metros hasta que la cuerda de seguridad me detuvo como a un ahorcado. No duraría mucho tiempo así. Si la cuerda no se rompía, la tensión que me producía en el pecho me mataría de la asfixia. Mi única posibilidad era que la cuerda fuera lo suficientemente resistente como para poder treparla de vuelta y que al otro lado todavía estuvieran mis compañeros de expedición listos para regresar por donde llegamos.
La cuerda estaba resbalosa, empapada, extrañamente sentí como si estuviera hecha del mismo material de las paredes de la cavidad. Supe que no podría treparla más que unos metros, así que me dejé caer lo que había subido y aquel corto salto al vacío me llenó de una profunda calma. Fue entonces que vi la perturbadora imagen del gigante enmascarado cortando la cuerda. “Es un varón” lo escuché decir justo antes de que me golpeara.

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