Ella sufre de una enfermedad muy común: es ególatra hasta el punto de creer que no vale la pena conversar con otra persona más que consigo misma. Por eso la puedes ver por ahí siempre hablando sola, con gestos grandilocuentes de persona en exceso segura de sí; habla como si estuviera dando órdenes o sentando cátedra y se calla como quien escucha a un premio Nobel. Pero nadie la cree loca, ella es demasiado ególatra para permitir siquiera el asomo de esa posibilidad, de esa duda. Para evitar la censura de los demás y hasta lograr su respeto y admiración, siempre lleva en el oído un aparato de manos libres que le da ese aire de ejecutiva demasiado importante como para dejar el trabajo en la oficina, aunque al único sitio que el aparato está conectado es a su yo interior.
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