Solemos convertir a los escritores en especies de faros de la sabiduría de las sociedades, aunque son muchos los que ejercen la tarea con saña, alevosía y desparpajo, porque opinan de cualquier tema, de cualquier lugar, con información o sin ella y disfrazando de reflexión argumentada y sustentada lo que muchas veces solo es producto de sus preferencias y prejuicios.
Así, vemos cómo sin solución de continuidad, un día José Saramago opina sobre el uso del voto de los venezolanos para convertir a Hugo Chávez en amo y señor absoluto del país como quien le da consejos a un muchacho y le alerta amistosamente sobre los riesgos de ser en exceso poderoso, pero con la seguridad de que su consejo en realidad no hace falta, y al otro día José Saramago despotrica de los italianos que con su voto han convertido a Berlusconi en amo y señor absoluto de Italia, exigiendo se le rindan cuentas porque el escritor se siente ofendido en su amor por Italia y haciendo votos porque haya un revulsivo que despierte a lo mejor de la sociedad italiana para la acción cívica.
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