Participar en una elección, bien sea como candidato, bien como simple votante, presupone que la derrota es aceptable, que se puede manejar, que no pasa nada si se está en el bando del perdedor, es decir, que lo que se pierde es tan poco importante que lo puedes poner en manos del colectivo. Nadie debería obligarnos a someter a elección de todos las cosas, sentimientos o valores más caros. Lo que no puedo perder, mucho menos puedo perderlo porque el 60% de los que acudieron a votar dijeron que debía perderlo.
Sin embargo, las elecciones cada día se visten más de retórica apocalíptica: Si perdemos es el derrumbe, el fin de la nación tal como la conocemos, la cancelación del futuro, la imposibilidad de forjar el destino de nuestros hijos de la forma deseada. Por eso, como votantes, lo primero que deberíamos pedirle a los políticos, a los aspirantes a ganar en una elección, es que acepten que pueden perder, que podemos perder, que no hay nada de malo en ello porque si lo hubiera no podríamos participar en la elección. De hecho, si lo hubiera, los primeros que no participarían en la elección, que no se someterían a la votación serían los propios políticos.
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