A los profesores, a los teóricos, a los arbitristas de cómo han de ser o no ser las novelas, el narrador omnisciente les irrita mucho, tanto como el Dios que lo sabe todo y lleva la cuenta de todos los pecados nos irritaba a los librepensadores precoces cuando queríamos desprendernos de la capa de ceniza sombría del catolicismo franquista. De vez en cuando se leen diatribas indignadas: el narrador, en una novela, no debería saber más que sus personajes; el único narrador posible es el personaje que cuenta en primera persona, etcétera. Ahora que lo pienso, es una actitud muy propia en una época de hipertrofia del yo, alimentada y fortalecida por tantas tecnologías que le permiten a uno vivir cada vez más en una burbuja de egolatría caprichosa y comunicar al mundo de manera inmediata cada valiosa ocurrencia en elquerido diario de un blog. La aurora del desierto no necesita testigos para suceder; de hecho, las auroras, igual que los anocheceres, o que las apariciones de la luna, o que la floración de los almendros, han sucedido sobre la tierra a lo largo de millones de años antes de que ningunos ojos humanos pudieran mirarlas. Pero esa idea es irritante, incluso inaceptable, para la nueva época del yo absoluto, que imagina que nada existe fuera de él, con la misma convicción con que un aficionado al horóscopo considera verosímil que las estrellas se ordenen con la finalidad de predecirle si su novia dejará de quererlo o si le subirán el sueldo el año que viene. Cada artefacto nuevo lleva en el nombre la marca del yo, de lo mío, del tú que no es el otro sino el reflejo narcisista de la propia identidad: I-pod; I-phone; My-Space; YouTube.
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