La Unidad se ha vuelto el fetiche más importante de la política venezolana. De ambos lados de la rivalidad política buscan maneras de alcanzarla. El oficialismo se burla de los esfuerzos de la oposición por convertir a las encuestas en un método inequívoco para lograr candidaturas unitarias de cara a las elecciones regionales de noviembre, quizás en exceso confiados de la supuesta infalibilidad de su método para alcanzar lo mismo: el grado de fidelidad al presidente Chávez. Es más fácil, menos costoso, cuestionar una encuesta que cuestionar la voluntad del líder del proceso, y por ello sigue habiendo más ambiciones que acuerdos en el lado opositor y del lado oficialista lo que hay es candidatos revolucionarios y traidores al proceso, pero la realidad es que ambos bandos tienen la misma agenda: llegar a noviembre como un bloque lo más granítico posible, bajo el supuesto de que si no es así habrá algo más que una derrota electoral en noviembre; el fin de la revolución tal como la conocemos para el oficialismo, la última oportunidad de salvar la democracia para la oposición. Ambas posturas parecen excesivas, sobre todo porque el Ejecutivo Nacional, amparado por al menos la vista gorda del resto de los poderes, lleva casi diez años torpedeando los poderes locales y regionales, robándoles atribuciones a través de instituciones paralelas y controlando el acceso a los recursos. Luce paradójico que la última batalla sea en las elecciones regionales, pero para despertar interés, entusiasmo y resiliencia, cada campaña electoral se llena del lenguaje de la épica, de la gesta heróica para que nos juguemos algo más que un voto y estemos realmente dispuestos a participar de lo que a todas luces es solamente la más próxima última batalla.
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