Ser puesto out sin ni siquiera intentar darle a la bola que lanzó el pitcher, es una situación que creo no tiene similar en el deporte.
Es como no moverse en la partida de una carrera o no lanzarse a la piscina, pero esa sería una circunstancia tan inusual que quien se quedara petrificado recibiría una atención y preocupación especial. Se podría comparar con el portero que se queda clavado en su sitio en un tiro libre sólo para ver el balón colarse al fondo de la red, pero el portero es quien defiende, quien evita que se logre el objetivo del juego; así, la analogía con el ponchado sin tirarle habría que buscarla en la inédita situación del futbolista que no es capaz de dar un paso para patear el balón. Lo más parecido al ponche sin tirarle puede ser el as del tenis, pero la dinámica del juego hace que el saque sin respuesta sea seguido casi de inmediato por un nuevo saque y el tenista que no pudo siquiera moverse frente al saque del otro, en pocos instantes tendrá la oportunidad de realizar él mismo su propio saque incontestable, quitándole todo peso emocional al as.
En cambio, el bateador que ve cómo le cantan el tercer strike tiene que convivir con su inacción sin que el juego le brinde una verdadera oportunidad de revancha, porque la dinámica del béisbol es tal que cada turno al bate tiene su historia única y específica. Uno no puede reconstruir minuto a minuto el fútbol o el básquetbol, ni recontar el tenis volea por volea. Pero el béisbol, como el ajedrez, puede ser reproducido jugada a jugada con todos los detalles y especificaciones. He ahí lo terrible de perder esa oportunidad única sin siquiera haberlo intentado.
La caminata de regreso al dogout que tras ser ponchado sin tirarle tiene que realizar el bateador con su inútil bate a cuestas, es el momento de mayor soledad del deporte. En ese tiempo cualquier cosa que pase por la cabeza del pelotero tendrá que ver con su arma engatillada, con su rendición sin condiciones, con su total indefensión e impotencia. Desvalido y sin recursos, el bateador que se poncha sin tirarle tiene que sobreponerse a la vergüenza de haberse entregado sin siquiera haber intentado ayudar a su equipo a conseguir el objetivo del juego: darle a la bola para anotar carreras. Y sin embargo, el ponchado sin tirarle esperará que le vuelva a tocar el turno al bate y de nuevo se parará delante del lanzador con su bate en posición, esperando que en esta oportunidad ese largo mazo sirva para algo. No es fácil tener esa fortaleza.
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