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28 de julio de 2008

Sirena

-¡Aguanta Viejo, aguanta!

Así me decía Caimán aquella vez, y yo, respira que respira, aflojándome el cinturón y dándome masajitos en la barriga que según Caimán eran contraproducentes, eso afloja, viejo, tenía que aguantar hasta un baño, no hacerme ahí mismo, pero los masajitos me calman, Caimán, no aguanto, Caimán, y respiraba hondo, sudaba frío, Caimán me decía que estaba pálido, no aguanto Caimán, y Caimán aguanta, viejo, aguanta, pero sabía que no iba a aguantar, que no íbamos a llegar a tiempo, Caracas no es una ciudad de emergencias, apenas tienes una te das cuenta de lo solo que estás, y si es en medio de la autopista Francisco Fajardo a las cinco y media de la tarde no hay nada que hacer, el desamparo es total, todos los carros que te rodean se convierten en enemigos, en obstáculos insalvables, aguanta, viejo, aguanta, recuerdo que una vez sonó distinto, su voz dijo algo diferente aunque haya utilizado las mismas palabras, para que no creyera que se trataba de un desvarío Caimán me miró y comprendí lo que quería hacer, lo que estaba a punto de hacer aun sin mi consentimiento, no, le dije, no lo hagas, la culpa es mía, debo asumir las consecuencias, habíamos tenido un descanso y como siempre que nuestra ruta nos lo permite nos paramos frente a un carrito de perros, en donde Filipo si estamos por la Cota Mil, en la Calle del Hambre si estamos en el Sureste, en Santa Mónica si andamos por la Valle Coche, igual que hoy esa vez estábamos en la Calle del Hambre y yo llevaba cuatro perros con todo cuando recibimos la llamada, el quinto perro me lo atapucé casi sin masticar y salimos volando en auxilio del niño de doce años que se cayó de una mata de mango buscando los bonitos que siempre están en lo más alto, cinco minutos después de haberlo dejado en la emergencia del Domingo Luciani, tras el rebote de costumbre, esa vez en el Pérez de León, sentí el primer aviso, un retortijón que me dobló sobre el asiento, es culpa mía, Caimán, no lo hagas, recuerdo clarito que se lo dije dos veces, pero él estaba decidido, encendió la sirena, la escucho perfectamente, ese sonido me ha acompañado treinta años como para no escucharlo con nitidez cada vez que pienso en ella, sí, la escucho perfectamente, casi de inmediato las aguas comenzaron a separarse y la ambulancia comenzó a abrirse paso entre los carros rumbo al baño más cercano, Caimán pudo acelerar, no como le gustaría, no como pudiera, cuando hay vía libre él hunde hasta el fondo el acelerador y yo tengo que decirle que lo suelte, a veces no quiere soltarlo, se hace el que no entendió, pregunta si el enfermo atrás no lo logró y yo le respondo no lo vamos a lograr ninguno si nos volteamos, ahí Caimán suelta un poco, pero lo normal es que no pueda apretar el acelerador como él quiere, como el paciente necesitaría, los carros se mueven a regañadientes, abren paso lentamente, nunca lo suficiente, nunca todo lo que queremos, hay que acelerar por golpe, como si marcháramos al ritmo de alguna desafinada orquesta, cada golpe de acelerador pega el parachoques de la ambulancia al carro de enfrente, el conductor lo único que ve son las letras A M B U L A N C I A escritas de derecha a izquierda pero leídas perfectamente por el retrovisor y no le queda más remedio que tratar de quitarse, dejar que pasemos sin chocar o sin rayar al carro de al lado que como si su conductor fuera sordo le protestará al otro por intentar cambiarse de canal aunque él no quiere tenerlo delante, aquella vez yo miraba por la ventanilla, sacaba la cabeza buscando aire, respirando profundo porque en efecto los masajitos me habían puesto peor, a punto, recuerdo todas y cada una de las caras de los conductores, quisiera estar viéndolas ahorita, eran caras de desconfianza, de cinismo, de estar pensando que no teníamos emergencia alguna pero queríamos saltarnos la cola y la sirena nos lo permitía, teníamos autoridad, la tenemos, licencia para no tenernos que calar la cola, un tipo gritó desde un autobús ¿qué?, ¿te estás cagando? y yo con indignación le respondí que sí y mejor que también me esté cagando el día que tenga que ir a salvarte porque si no no voy a llegar, y todos saben lo que eso significa, en esta ciudad detrás de nosotros siempre está la furgoneta, porque cada día es más difícil llegar a tiempo, cada día es más duro hacer cualquier recorrido, lo pienso y me lleno de impotencia y de resignación porque llevo en esta ambulancia treinta años, la conduje por más de veinte y sé la cantidad de veces que los conductores se apartaron con desgano y hasta con rabia seguros de que no había emergencia alguna a pesar de que llevábamos una mujer en trabajo de parto gritando de dolor o una adolescente con sobredosis de medicamentos o íbamos en busca de un viejito que se rompió la cadera al caerse en el baño o de un carpintero que se rebanó el brazo con una sierra y me da rabia que todavía hoy me siento culpable por esa vez, que nunca la sirena debería sonar por mí, no volverá a pasar, te lo prometo Caimán y Caimán aceleraba, hundía la chola para que fuera el miedo lo que obligara a moverse a los conductores, no es cualquier cosa el miedo a ser bochados por una ambulancia, aunque pudieran ganar el choque es suficiente disuasivo lo duros que podrían resultar tanto el golpe como la reprobación moral por no haberse apartado frente a una emergencia, ésa era la marca registrada de Caimán, uno podía sentir el temblor de los conductores y el insulto atragantado, Caimán se sabía inmune a las mentadas de madre en su condición de servidor público en cumplimiento de su deber, yo nunca fui tan agresivo, pero yo pertenezco a otra época, yo recuerdo una Caracas apacible, una ciudad mucho más amable, Caimán no, Caimán creció en la ciudad del miedo, de la violencia, de los muertos de fin de semana contados por docenas, muchos de ellos murieron aquí mismo en esta camilla, por eso Caimán pudo estar siempre listo para vencer al monstruo, a la ciudad que crece y crece pero que no se expande, como un agujero negro se hace más y más densa, ciudad oscura que se traga la luz, los carros cada vez tienen menos espacio por dónde moverse, y aun así Caimán se las arregla para llegar al Pescozón, al Periférico, a Lídice, al Clínico, muchas veces a más de uno en el mismo viaje, tocando de puerta en puerta hasta encontrar una cama disponible, una sala de operaciones aséptica, y aunque el paciente no aguantara terminábamos siempre con la sensación del trabajo bien hecho, Caimán y yo, Ramiro, el Viejo, trabajamos juntos desde cuando yo cumplí veinte años de carrera y ya los reflejos comenzaban a fallarme, la idea era jubilarme en ese momento pero quién puede darse ese lujo, los primeros que te dicen que no te jubiles son los del sindicato, ellos saben muy bien a cuánto asciende la deuda con los fondos de pensiones y cuánto hay que suplicar para que los cheques salgan, no recuerdo el nombre de uno solo de los paramédicos que me acompañaron cuando era el chofer, pero con Caimán fue distinto, los dos teníamos el mismo cargo, la misma función, nos hicimos compañeros, nos hicimos amigos, diez años llevo siendo copiloto, y desde hace dos se nos unió el Niño, cómo me cuesta recordar su nombre, Robinson, sí, se llama Robinson, somos tres, cuatro si hay paramédico de turno pero cada vez más a menudo no hay paramédico disponible y tenemos que improvisar con lo poco que sabemos, nuestro trabajo es manejar, y somos tres porque yo me he vuelto una carga, nadie lo dice en voz alta pero no llego a tiempo si hay que subir escaleras arriba por un barrio y me fallan brazos y piernas si hay que bajar diez o quince pisos cargando la camilla porque el ascensor del bloque tiene años malo, para eso nos trajeron al Niño y lo veo y sé que ha aprendido de mí, eso lo aprendiste de mí le digo como si estuviera evaluando sus movimientos, Caimán también aprendió cosas de mí, diez años trabajando juntos, diez años de vivencias y lo único que vengo a recordar en este momento es aquella vez en la Calle del Hambre, ¡aguanta, Viejo, aguanta! lo oigo gritar y el dolor es más y más fuerte y el sudor más y más frío, no aguanto, Caimán, no aguanto, le grito pero Caimán parece no oír y el dolor es más y más fuerte y me pasa del brazo izquierdo al pecho, veo la cara del Niño que me golpea el pecho pero ya no siento nada y sólo lo escucho decir:

-Suéltalo Caimán, que el Viejo no aguantó.

4 comentarios:

Unknown dijo...

Guao, brutal. Es perfecto el stream of consciousness si bien (no: precisamente porque) sólo al final se comprende que su origen —cráter de donde aflora tibia lava de vivencia y reflexión— es el trágico pasar-la-vida-ante-los-ojos-como-una-película del Viejo, irónicamente convertido en su propio cliente en el viaje final.

Ayer mismo conversaba sobre cómo una cosa es prosar en este para mí difícil estilo y otra bien distinta creer que el punto es un pecado y la frase estirada para pretender complejidad una vaina heróica. Prueba de una, aquí mismo; prueba de la otra, por postear en breve en Hay que estar vivo...

Un saludo. Ey: y siempre paso, no siempre comento...

PS: Qué feo se ve eso de "Hace 2 meses" bajo el nombre de mi blog, en tu blogroll. Tengo que corregirlo pronto...

Luis Alejandro Ordóñez dijo...

Hola, muchas gracias, qué bueno que lo hayas disfrutado y que consideres el relato un buen ejemplo del estilo, estaré esperando el ejemplo en Hay que estar vivo... que en efecto, tienes tiempo sin actualizarlo y ahora el blogroll actúa como una especie de voz de la conciencia: dos meses, ya van dos meses.
Un gran saludo, seguimos leyendo

araya dijo...

uy. que bueno. de verdad que tienes catch.

Luis Alejandro Ordóñez dijo...

muchas gracias, qué bueno que te haya gustado, saludos.