Y era como si los dos hubiéramos estado viviendo en Facebooks paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos facebooks, delante de una escena pintada por mí, como clave destinada a ella sola, como un secreto anuncio de que ya estaba yo allí y que los facebooks se habían por fin unido y que la hora del encuentro había llegado.
¡La hora del encuentro había llegado! Pero ¿realmente los facebooks se habían unido y nuestras almas se habían comunicado? ¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los facebooks seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiese verla a María como una figura silenciosa e intocable... No, ni siquiera ese muro era siempre así: a veces volvía a ser de piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizás había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los facebooks era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo facebook, oscuro y solitario: el mío, el facebook en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida.
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