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12 de noviembre de 2008

Progreso

El corrector lee el texto y le parece muy interesante: un relato histórico de cómo la esclavitud en las viejas haciendas dio paso a un esquema mucho más beneficioso para los dueños de las tierras. Mientras pone una coma aquí y elimina un par de letras de más, el corrector descubre que los dueños de hacienda aceptaron gustosos el fin de la esclavitud porque se desentendieron de los cuidados que necesitaban los esclavos, después de todo eran su propiedad y una inversión que exigía gastos para que siguiera siendo rentable. Pero convertidos los esclavos en jornaleros, el hacendado sólo tenía que preocuparse por pagarles y lo hacía en papel moneda sin mayor uso salvo en los predios de la hacienda. No había opciones, así que los jornaleros tenían que comprar sus bienes en las tiendas que los hacendados abrieron en sus propias haciendas, fijando precios exorbitantes que los jornaleros tenían que pagar por la casi totalidad de sus salarios. Con lo poco que les quedaba, los jornaleros tenían que preocuparse por conseguir vivienda (probablemente las antiguas barracas de los esclavos pero ahora con precio de arrendamiento), vestido y rezar por no enfermarse porque no habría un dueño preocupado por su inversión que los cuidara. El corrector se queda pensativo, qué interesante, qué cosas maravillosas puede leer uno en este trabajo sin tener que pagar por los libros. Es la hora del almuerzo; el corrector se para de su escritorio, se quita los lentes para descansar los ojos cada día más agotados y camina por el laberinto de cubículos y oficinas que es la sede del emporio editorial hasta que llega a la cafetería donde paga por un almuerzo no muy suculento pero bienvenido ante la falta de mejores opciones en los alrededores del edificio de la editorial.

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