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12 de octubre de 2008

¿Aló? No, Alá

Caminábamos por la ciudad y decidimos comprar algunas cosas para cenar en un parque o plaza. Con un par de panes franceses, queso crema con hierbas, pavo ahumado, unas aceitunas y un pastelito para el postre, nos sentamos en una plaza de lo más acogedora, como acuñada entre dos calles con pendiente, formando a ambos lados un par de muros que crecen en la medida que te adentras en la plaza protegiéndote más y más de la calle. Nos preparamos nuestros sándwiches y cuando estaba a punto de darle al mío el primer mordisco, vi a dos hombres alinearse hombro con hombro y antes de que pudiera preguntarme qué iban a hacer comenzaron sus rezos de la tarde. Con el sándwich todavía por la mitad, ya habían desfilado frente a nosotros unos seis o siete hombres que llegaban con sus mantos, los estiraban bien en el piso, daban sus oraciones, recogían el manto y se iban. No sabíamos qué hacer, después de todo venimos de un país donde no lidiamos con diferencias porque se guardan bien en casa (a menos que sean políticas, que ésas las resolvemos a gritos). Apenas a cuatro metros de nuestro pequeño picnic ya habían hecho sus oraciones una docena de hombres y seguían llegando; empezábamos a sentirnos un poco sacrílegos, algo tenía que tener ese sitio para que de tantas plazas en Chicago lo hubieran escogido para rezar en dirección a La Meca. Pero pronto nos tranquilizamos: en medio de los rezos sonó el celular de uno de los hombres y mientras lo apagaba con la típica torpeza del bochorno, dimos gracias por ese sonido inoportuno que nos recuerda que todos somos iguales. Terminamos de comer el sándwich mientras los hombres seguían llegando, rezando y yéndose.

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