Funciona, claro que funciona, siempre ha funcionado: la muerte que viene a buscarte y hagas lo que hagas, distraerla para que olvide su cometido, tratarla mal para que se devuelva por donde vino, no se irá hasta que te vayas con ella. Y si eres una mitad de la naranja, estás perdidamente enamorada y eres maravillosamente correspondida, eres joven, y no quieres irte porque acabas de empezar una vida junto a tu amor, no quieres irte porque no quieres correr el riesgo de que ese amor te olvide, la historia no sólo funciona, te conmueve hasta las lágrimas. Y eso fue lo que sucedió anoche en la Sala Rajatabla, cuando el grupo Díaz de Gloria escenificó la obra ¿Estás ahí? de Javier Daulte, para más señas también el director de la pieza. Si el éxito de un montaje se mide por la cantidad de lágrimas derramadas por la audiencia, pocas veces he presenciado montaje tan exitoso. Pero vamos, son las mismas lágrimas que derramamos en Ghost, amantes despidiéndose por la única razón que podía separarlos, la muerte de uno de ellos; al que no se le haga siquiera un pequeño nudo en la garganta que le abran el pecho a ver qué le corre por las venas.
Daulte disparó al piso, y aún así quiso asegurarse de que no fallaría agregando momentos de comedia fácil; hubo al menos dos que merecen comentario: la muerte, llamada Claudio, lanzándole rollos de papel toilet a Francisco y éste devolviéndoselos, no son muchas las oportunidades que uno tiene de ver a la muerte usando esas tácticas. El otro, cuando Ana, la muerta, se mete en el cuerpo de otra mujer para conversar con Francisco, y en medio de la conversación suena el celular de la mujer que por supuesto Ana no reconoce, pero el público tampoco y mandan a callar al sociópata que dejó sonar su celular en medio de la función y que ahora le da pena apagarlo.
Francisco y Ana están muy bien, encarnados por Héctor Díaz y Gloria Carrá, la verdad que son dos excelentes actores, que se mueven por la comedia, la comedia física y el drama con toda comodidad, dándole una credibilidad a sus personajes que es una parte importantísima del éxito del montaje.
Un acierto el que la muerte, Claudio, sea invisible, no sólo porque produce que al principio no se sepa qué historia nos van a contar sino porque permitió desplegar una serie de (llamémoslos) efectos especiales que en teatro siempre da gusto ver: puertas y gavetas que se abren y cierran solas y una pizarra que escribe el mensaje final, la despedida de Ana a Francisco que abre el grifo de lágrimas de la audiencia.
Una historia pensada y concebida para que sea un éxito de taquilla, que conmueve y entretiene sin mayores pretensiones, con dos actores excelentes y una dirección precisa, acertada. Pero al final, uno se pregunta si no deberíamos pedirle más, no a la obra, sino al Festival.
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