Distanciamiento. Al parecer esa es la clave de toda la obra de la directora Helena Waldmann (lo deduzco de su reseña biográfica en el folleto) y sin duda lo es de la pieza Cartas desde Tentland, tierra de las tiendas. Luego de mostrarnos unas fotografías de la profusión de tiendas de campaña que existe en Irán, se abre el telón y vemos cuatro tiendas ocupadas cada una por su respectiva mujer. Observadores occidentales, estamos condenados a ver el mundo de esas mujeres a través de la doble barrera de la lona de la tienda y de las diferencias culturales. ¿Cómo podemos entender algo? ¿Cómo podemos conmovernos?
Y yo, la verdad, ni entendí ni me conmoví. Cuando las carpas se agitaban al viento semejando claveles del desierto disfruté de la estética del momento, pero las más de las veces no tuve ninguna reacción frente a los movimientos de las tiendas de campaña; fue como estar viendo un comercial de carpas Coleman, mira qué resistentes son.
Pero lo peor venía cuando alguna de las carpas se acercaba al proscenio y dejaba que la mujer atrapada en ella dijera algunas palabras. Entonces dialogaba con la directora, las más de las veces reclamándole los movimientos que les hacía dar. Ahí sí de verdad me perdí para siempre. Porque el pensar que no entendía por mi sesgo occidental no me incomodaba demasiado, pero que esa incomprensión se debiera a las decisiones de la directora me perturbaba.
Al final de la obra, las mujeres de Tentland invitan a pasar a su ciudad a las mujeres, solo las mujeres, del público presente. Y entonces todo cuadró. No estábamos ahí para asomarnos furtivamente al mundo de estas mujeres iraníes prisioneras de su destino de mujer, sino para que una alemana probablemente aburrida de su propia sociedad nos dijera que ese mundo es la etapa superior del feminismo. Su madre.
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