Cuando la mesera china de la anécdota que reseñé en la entrada anterior, se quejó de aquellos que querían bebidas frías en invierno, tenía un punto, porque la verdad cada vez se me hace más difícil pedir de beber. No hay muchas opciones de bebidas que no sean frías y me es muy extraño pedir café para acompañar la comida, como si siempre estuviera desayunando.
Por eso, cuando en una máquina de refrescos tenían la opción de Nestea lo celebré, el Nestea no tiene que estar demasiado frío para ser sabroso. Pero al probar mi enorme vaso de Nestea descubrí una vez más lo que la sabiduría popular siempre ha sabido: que el infierno está en los detalles. El Nestea por estos lares es tal cual un té frío, desabrido y más aguado que si te lo hubueras preparado directo del sobre, nada parecido al Nestea venezolano, un refresco a base de té pero un refresco con todas las de la ley.
Preguntándome repugnado dónde había quedado la uniformidad de gustos de la globalización, tuve que ir a una nueva máquina de refrescos y optar por la siempre confiable, siempre igual Coca-Cola. Pulsé la combinación de letra y número, el brazo mecánico de la máquina comenzó a moverse pero se detuvo a la mitad del recorrido y en vez de abrirse la rejilla en las botellas de Coca-Cola se abrió en una botella desconocida. Antes de recibir la botella desconocida vi no menos de diez veces el número que indicaba la máquina, no, no me había equivocado, la máquina sí. Y el error fue una burla del destino. La máquina me entregó una cosa llamada Root Beer, una especie de malta a base de una planta llamada regaliz y de la cual no pude tragarme ni el primer sorbo, fue como intentar beber pasta de diente azucarada. Me queda el consuelo que al parecer tampoco son muchos los gringos a los que les gusta esta Root Beer, no es como decir que no me gusta la salsa de tomate, uy, lo dije, ahora a esperar las miradas raras.
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