Escuché en la radio un reportaje sobre las movilizaciones que grupos californianos comienzan a realizar para intentar echar para atrás lo que ya es una echada para atrás: la ilegalización de los matrimonios gay en el estado, decisión tomada por el electorado de California el mismo día de las elecciones presidenciales de Estados Unidos. El reportaje mostraba los distintos argumentos que los activistas tienen para oponerse al nuevo traspié que ha sufrido el movimiento por los derechos civiles de los homosexuales, desde comparaciones entre este movimiento y el de los derechos de los negros en los años 60 y 70, hasta cuestionamientos a la validez jurídica de la votación del 4 de noviembre. Luego, se tocó el punto del importante papel que la Iglesia jugó y seguirá jugando en detener el significativo logro de los matrimonios de parejas de un mismo sexo. Entonces pusieron el testimonio de una mujer que más o menos decía lo siguiente: Yo amo este lugar, amo a esta comunidad, entiendo su punto y lo comparto, pero yo tengo que hacer lo que mi Iglesia me dice que haga.
Para uno que viene de un lugar donde la gran mayoría utilizamos el eufemismo "católico pero no practicante" para explicar nuestro poco interés por las posturas de los representantes de la Iglesia, encontrarse con testimonios de ese tenor no deja de ser sorprendente. Y al escucharlos, toma completo sentido la existencia de organizaciones como esta que aún abogan por la separación entre la iglesia y el estado. Claro que también me surge la pregunta sobre si nuestro eufemismo con respecto a la religión más bien nos está impidiendo darnos cuenta de los prejuicios con que llevamos nuestra vida diaria en nombre precisamente de lo contrario, de la falta de prejuicios, después de todo no somos ni fanáticos ni comprometidos, somos "no practicantes".
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