Después de todo, también es un trabajo, hay que asistir aunque se prefiera pasarse el día tirado en la cama, aunque se tenga un dolorcito de cabeza que no se quita, aunque los tragos de la noche anterior fueran demasiados, aunque el carro tenga una falla que pudiera significar un descalabro presupuestario. Y hay que llevar el estado de ánimo que se tenga al concierto, y con ese estado de ánimo hay que tocar, tocar para una audiencia entusiasta, expectante, que lleva meses hablando del concierto, que compró las entradas con semanas de antelación y que se arregló especialmente para la ocasión.
Por eso, lo primero que nota uno como público es que el primer viola luce cansado, fastidiado, obstinado, y sin embargo toca y suena maravilloso, la orquesta es fenomenal, pero uno no se conforma, uno espera de él no el simple profesionalismo de estar ahí haciendo su trabajo a pesar de que esté preocupado por la crisis financiera y el costo de su hipoteca, por las nuevas juntas de su hija adolescente, por un violista recién llegado que se ve demasiado ambicioso; de él uno espera emoción, entrega, fuerza, furia, que dé todo de sí la noche en que uno asistió al concierto, porque uno va para eso, para recibir emoción, pasión, inspiración, y así poder sobrellevar el que al día siguiente y todos los días de la vida haya que ir al trabajo aunque se prefiera pasarse el día tirado en la cama, aunque se tenga un dolorcito de cabeza que no se quita, aunque los tragos de la noche anterior fueran demasiados, aunque el carro tenga una falla que pudiera significar un descalabro presupuestario.
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