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26 de enero de 2009

Reingeniería

Hablar mal del jefe es un deber irrenunciable de todo empleado, y por cumplir con mi deber me metí en problemas con mi mejor amiga; nunca debí aceptar su propuesta de trabajar para ella. Intenté convencerla de que yo no estaba hablando mal de ella, mi amiga, sino de ella, mi jefa, y que no debía por nada del mundo confundir una cosa con la otra; tarea harto difícil porque los epítetos lanzados contra mi jefa apuntaban directamente a su vida privada, vida la cual, por desgracia, compartía con mi amiga. Mis palabras exactas fueron: "Su problema es que es una malcogida", palabras dichas en medio de un apasionado intercambio de opiniones entre pares a raíz de una decisión que ella tomó. Y alguno de los pares fue corriendo con el chisme. A todas luces se trataba de un comentario sin base, producto del calor de la discusión, que habría ido directo al olvido si no hubiera sido porque todos sabían que yo era un empleado que podía estar manejando información privilegiada, aunque para la construcción de mi nada sutil comentario no utilicé ninguno de los aspectos o detalles que apoyada en el hombro de su amigo y no de su empleado me reveló sobre las dificultades que estaba teniendo en su relación marital; para ser sinceros, no utilicé ningún tipo de operación racional conocida para decir lo que dije. Pero el daño estaba hecho. Mi única defensa, no frente a la jefa que esa no me importaba, sino frente a mi amiga, era insistir hasta la esquizofrenia en la existencia de una clara separación entre ambos roles.
"La personalidad no existe-le decía-, existen los roles que desempeñamos; en mi rol de empleado hice un comentario ofensivo pero falaz contra mi jefa y si la jefa considera que debe castigar a su empleado lo entiendo perfectamente, que se ejerza la autoridad. Lo que no puedo aceptar bajo ningún concepto es que intentes dañar nuestra amistad extrapolando comportamientos de un rol a otro". Mientras más desarrollaba la idea más me convencía el argumento, y al cabo de unos minutos me lo había creído por completo. Estaba realmente ofendido, disgustado, indignado, me sentía traicionado por aquella que se hacía llamar mi amiga pero que insistía en hablarme como jefa, qué se habrá creído. Entonces sentí que algo se había quebrado, que al haber juzgado al amigo desde su posición de jefa había convertido, así de inmediato y de definitivo, nuestra amistad en un imposible. Tomé la única decisión digna que me quedaba.
"Para salvar nuestra amistad-dije-, renuncio de manera irrevocable". Quería que aquella fuera mi última palabra y por eso me di media vuelta y caminé los cinco pasos que separaban su oficina de mi escritorio, me senté, escribí una carta formalizando la renuncia, recogí mis cosas y me fui.
Nunca volví a saber de mi amiga, de la jefa todo el tiempo tengo noticias. Mi renuncia marcó un antes y un después en la oficina y todavía mis ex compañeros me lo agradecen. Realmente no recuerdo por qué discutíamos aquella vez de la malcogida, lo cierto es que a raíz de la escena que llevó a mi renuncia ella se volvió más comunicativa, más participativa, la mayoría de las decisiones ahora se toman por consenso, los objetivos son conocidos y compartidos por todos y todos trabajan por alcanzarlos y hasta se habla de los valores comunes que los unen-tengo que hacer un paréntesis para ir a vomitar ( )-, hasta el punto que han olvidado por completo honrar el irrenunciable deber de todo empleado de hablar mal de su jefe.

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