El comienzo de Slumdog Millionaire es vertiginoso: una hilarante persecusión policial a una pandilla de niños jugadores de cricket por los recovecos de un depauperado barrio de La India. Esa secuencia es suficiente para atraparnos en una historia cuya simpleza la vuelve más contundente: un joven concursante de la versión india de ¿Quién quiere ser millonario? tiene que demostrar que no ha hecho trampa al responder las preguntas. Con esa excusa, guionista y director nos pasean por el terrible océano de desigualdades que es la vida en La India, desigualdades aumentadas con el boom económico hindú de los recientes años y con la influencia de franquicias como el programa del millonario concurso de las preguntas de selección simple. Las respuestas del personaje principal, Jamal, durante su participación en el concurso, sirven de metáfora sobre el conocimiento de uno mismo como base para el éxito en la vida, desnudando al programa como una versión pop del Oráculo de Delfos. Incluso el final me hace pensar en la respuesta de Sócrates al vaticinio oracular: el famoso Yo sólo sé que no sé nada.
Danny Boyle dice que necesitó leer quince páginas del guión de Simon Beaufoy para decidirse a realizar esta película que se ganó cuatro Globos de Oro, entre ellos el de mejor película y mejor director. Su dirección nos pasea con maestría por los sentimientos más disímiles, por las situaciones más duras y por una historia que con otra conducción bien pudiera haberse convertido en una película demasiado explícita o, peor aún, cursi. Slumdog Millionaire es un espectáculo que nadie debe perderse.
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